Viejos Pactos Nuevos Guillermo Lopetegui






GUILLERMO LOPETEGUI


Se podría escribir un diario breve de ti.

Comenzarlo hoy, ayer o mañana, no sería sino hacer una crónica de siempre el mismo día, siempre la misma noche.
¿Y la hora? Es esa en la que te incorporás en la cama o erguís sobre la silla o estirás los brazos tensos apoyando las manos contra los mosaicos de la pared del duchero mientras te dejás seguir salpicando de sensaciones calientes bajo esas pompas de jabón que te cubren el no poder o simplemente no poder dormir.

Es esa hora en la que la taza mañanera de lo que haya en algún frasco o sobre, bebida a desgano de pie contra el borde de mármol de la mesada de la cocina, resuelve la imposibilidad de un prácticamente idealizado desayuno suculento frente a compañías que no existen.

Es esa hora en la que la pieza del hotel barato se llena con el resplandor intermitente del luminoso de neón, afuera, adosado por el armazón de hierro al edificio de pocos pisos, finisecular, de antigüedades diferentes al sabor de aquellas que desde el recién estrenado long play o de la clase de repertorio circunstancial con la romanza, el aria o la cabaletta honrando a Bellini, Donizetti, o Verdi celebraban tu arribo a un mundo que, desde la pieza de hotel barato, ahora una música de saxos y teclados tristes te lo evoca lejano , sacudiendo ese pensamiento que remite a lo primigenio; al primer grito; al nacimiento, arrancado para las sonrisas que se inclinan, consulares, a la mirada y temor inaugurales precediendo el camino hacia cierta pretendida madurez andando deletreos, primeras audiciones, lecturas descubiertas, soledades de erizantes fervores creadores, donde la excentricidad de una luz de vela desechando televisores o juegos electrónicos, se volcaba sobre la página garabateada con aquel primer poema pretendiendo entronizar para imposibles glorias futuras la inquietud de los besos que fueron edificando los primeros amores y también las lágrimas que no se querían mostrar, que se sufrían haciendo rodar al abismo las esperanzas perdidas frente a los también primeros e imprevistos, impensables engaños.

Así, desde la habitación de hotel barato alzás la mirada al ventanal abierto por donde penetra una agobiante noche estival que te empuja a encender otro cigarrillo, a servirte nuevamente ese vaso de un whisky que te ayude a andar a través de las horas que fueron, que son , que serán, aguantando la soledad sobre tu peso, difícil de medir, de La Nada, La Nada cuando te llega en la forma de esas llamadas que hacés consultando una vieja agenda en procura de que una voz amiga te recuerde, desde quizás una carcajada circunstancial, el tiempo de la alegría; que una voz risueña te prometa pasiones renovadas en pocos minutos, cuando un taxi deposite en la madrugada de la entrada del hotel un cuerpo próximo a acariciar y abrazar, un peinado próximo a quedar en pelo revuelto cuando tus dedos nerviosos, presurosos, se hundan en él procurando en los besos, en la lengua recorriendo la piel, y en el aspirar nuevamente aquellos olores que te devuelven a tu triunfo sobre ese jadeo arqueado entre tus brazos, encima tus muslos, la celebración de ti mismo.

Pero las llamadas no fueron contestadas y aquella indiferencia te llevó a revisar pasados errores en procura del perdón, de la redención.

Las dudas acumulándosete en un rostro desencajado por el abandono en forma de barba de varias semanas te arrastró hasta la puerta de aquel tempo, en donde dudabas de si entrar o no, porque en el fondo de aquel estado tuyo suponías que entrando, arrodillándote y entrelazando los dedos de esas manos que te temblaban, la oración, el ruego fallarían, porque seguramente el Alabado seas se perdería en la ineptitud para pronunciar más o menos inteligiblemente la palabra torpe o infelizmente elegida.

Por eso encendías el cigarrillo, como ahora; por eso dejabas atrás la posibilidad de penetrar en el pórtico de aquel templo, recordando en cambio los neones apagados, desde hacía décadas, de boliche esquinero vagamente iluminado en su interior por aquel tubo de luz que apenas llegaba a la sonrisa amarillenta sombreada por el gacho que parecía estar cantando desde siempre un tango a los triunfos que no eran tuyos, ni los de aquellos que, acodados al mostrador de mármol opaco, saludaban inexpresivos tu llegada a un universo de viajes no programados y donde los derroteros los iban trazando las copas que te invitaban o con laque invitabas, al tiempo que te volvías desde el mostrador a la entrada o salida de aquel boliche y lo único que veías era una boca abierta a la oscuridad que parecía ya habérselos tragado a todos los que te rodeaban, casi incluyéndote a no ser por ese pensamiento vago; ese pensamiento que te asaltaba nuevamente de que tal vez, por qué no, podía existir una salida. Salvación, le llamaban algunos; otros simplemente salida, cuando una voz en el boliche o en la calle, o simplemente consultando en tu casilla de correo electrónico a la que accediste desde cualquiera de esos cibercafés trasnochadores te hablaban cierta Tercera Profecía describiendo la llegada inminente de los últimos días previos al Juicio.

Y es la voz del boliche, o en la calle, o abriendo tu correo en el cibercafé barrial, quienes te informan de desastres inminentes a través de esa dichosa Tercera Profecía que augura la inminencia de los últimos tiempos.

Es cuando, metido y casi perdido entre aquellos otros que siguen libando, o caminando o encorvados junto a sus respectivas casillas de correo electrónico, mirando a tu alrededor por unos momentos, considerás que si se aproxima algún tiempo para ti es ese que te anuncia lo inminente de tener que hacer algo; algo antes de desaparecer para la indiferencia de los demás o para la indiferencia del universo.

Y con esos pensamientos dejás el boliche, la calle, el cybercafé, para desandar tus pasos de retorno a tu último rincón, desconocido para los demás.

Entonces, desde la pieza de hotel barato es cuando resolvés consultar esa “ánfora de sabiduría” que hace años te regaló alguna pitonisa de por aquí nomás; de esas que sobrellevan el día a puro cigarrillo y estabilizadores de humor y es cuando metés los dedos por el agujero de esa vasija de arcilla y revolvés, mezclás, entreverás una y varias veces las palabras que la pitonisa recortó una vez, hace mucho tiempo, cuando te creías dueño de ideas más claras; dueño de cierta certeza del camino que se suponía debías recorrer y no como ahora, cuando caminar simple-mente son tanteos, casi saltar los reflejos de la luna contra el pavimento a la búsqueda circunstancial de la mercancía perfumada, de la piel tersa y trescientos pesos y el hotel y “si no tenés casa o apartamento y vívís solo” y lo que resta es resolverse hasta que sacás los dedos con esa palabra apretada entre las yemas amarillentas de nicotina.

Volcás la letra en la palma abierta de la otra mano y leés , releés varias veces; recordás entonces la voz aguardentosa salpicando saliva cerca de tu hombro y susurrándote, o a cierto mendigo sentado o casi arrumbado en un extremo del frontispicio de la iglesia o desde el contenido del correo electrónico abierto en la soledad de otra madrugada, las características de ese mensaje apocalíptico en medio de tus horas de cigarrillo, tus entreluces de luminoso junto al ventanal de la pieza de hotel barato, esa pantalla en blanco que en principio es tu mente, pero en donde más tarde o temprano te reformulás esa palabra que antes te proporcionó tu propio deseo de consultar a alguien o algo que esté por encima de tus limitaciones, a través de esa ánfora de sabiduría.

Releés la palabra.

Pensás en ella.

Es un nombre que ya no te da miedo pensar, leer, escribir en tu mente…

…Entonces, un repaso a cierta tradición de viejos pactos, de nuevos pactos, de viejos pactos nuevos, te invade a esa hora cuando el cigarrillo se enciende con la colilla del otro; cuando el mensaje apocalíptico se recuerda o se relee, cuando se piensa en el rostro perdido y entonces se admite la posibilidad; se piensa en los viejos pactos nuevos y se admite la posibilidad de sí, por qué no, si lo que queda es tan cambiante; es esta oscuridad a veces invadida de ciertas breves ráfagas, flashes de una luz que no se retiene o que aparece para por momentos señalar un camino que lleva a la meta de una salvación que está lejana, cuando entonces vuelve la oscuridad apenas atenuada por el luminoso que guiña afuera, adosado al costado de la entrada de hotel barato; la llama del cigarrillo resplandeciendo junto a tu rostro pensativo o al ceño fruncido de dudas, cuando releés cierta palabra ambigua, cierto nombre que bien te puede hacer mirar al Arriba o bien al Abajo, porque por momentos viene acompañada de un rostro de luz y otras con uno de sombra, y es cuando pensás hasta qué punto ciertas entidades y ciertas situaciones serán imaginarias.

“Viejos pactos, nuevos pactos” te vuelve a la mente. “Viejos Pactos Nuevos”, pronuncian tus labios, sacudiendo el cigarrillo a medio consumir, los hielos de ese vaso que se volvió a llenar de whisky y del que antes tomás otro sorbo.

Entonces, dejando de lado simples cientificismos, releés la palabra o la recordás; luego la invocás a media voz; tomás nuevamente del vaso de whisky, tragás saliva, respirás hondo y hacés formalmente cierto pedido que en principio te parece una reacción estúpida, atolondrada, loca, extrema, producto de esa soledad de la que no da cuenta nadie sino tú, cuando mirás at u alrededor y repetís la acción de pronunciar en voz más alta y decidida el nombre; aquel nombre del Arriba, del Abajo.

Formulás el pedido y agregás eso que te costó más aceptar como necesario para que el pacto tenga su validez; la parte que te corresponde entregar por el triunfo anhelado; el destino final de tu alma a cambio de la concreción del genio en esa obra en ciernes, cuyo resultado unirá tu nombre al de Marlowe, al de Goethe, al de Mann.

Acabado eso te quedás aguardando.

Encendés otro cigarrillo.

Bebés otro vaso de whisky en cuyo interior echás la primera exalación del humo de tabaco.

Te detenés en un breve éxtasis frente a los guiños del luminoso allá afuera, como fragmento de una ciudad que se te antoja distante pese a asomarse en artificios nocturnos al marco del ventanal abierto.

Echás una mirada circular al entorno que te rodea y que por un momento se te hace extraño, cuando sentís frío y te invade cierta sensación de desamparo y de un imposible poder volver a lo primigenio después de lo que resolviste llevar adelante, a través de ese camino hecho de fugaces triunfos y futuras oscuridades definitivas por donde en pocos instantes más, luego de invocado ese nombre aparecido en medio del discurso de un borracho, o de un mendigo, o de un mensaje cibernético o simplemente en la palabra revelada por el ánfora que tu impotencia y tu deseo y tu desesperación consultaron, iré avanzando a tu encuentro.